LAS TRANSICIONES DEMOCRÁTICAS DEL CONO SUR
“En América Latina, la salida de las dictaduras se producía lentamente. Desde mediados de los años ochenta los procesos de transición se generalizan. El peligro comunista había sido abortado y solo restaba darles una salida decorosa a las fuerzas armadas. El primer país en salir de la noche oscura será Argentina.
Sus causas fueron bien conocidas: la derrota frente a Gran Bretaña en la Guerra de Las Malvinas en 1982. La humillación sufrida fue el caldo de cultivo para el retorno a los cuarteles. En 1983, las primeras elecciones libres dan el triunfo al candidato radical Raúl Alfonsín. Con él se inicia el Juicio a las Juntas, proceso como se conoció la imputación por crímenes de lesa humanidad cometidos por las tres juntas militares en el periodo autodenominado de «reorganización nacional». Los responsables recibieron condenas dispares y algunos fueron absueltos. Fue un proceso que destapó el horror de las torturas y puso en evidencia la existencia de un plan preconcebido para provocar la eliminación física, aplicar tormentos inhumanos y mantener en cautiverio a las personas en la lucha contra el terrorismo. […]. En 1990, el presidente Carlos Menen concederá un indulto espurio que será derogado nuevamente en 2006.
[…] No hubo límite a las actuaciones de las fuerzas armadas cuando se trató de la guerra sucia. La tortura, los vuelos de la muerte, las violaciones a mujeres, hombres y niños, los secuestros, los robos de bebes, las mutilaciones y los asesinatos, jactándose de provocar la desaparición de ciudadanos, cuyos cuerpos siguen hoy sin ser recuperados, completan la lista grotesca de horrores. La «guerra sucia», avalada por las fuerzas políticas de la derecha latinoamericana, bajo la protección de los Estados Unidos, dejó mal parado a los instigadores civiles de las dictaduras militares. Fue difícil explicar y menos comprender el grado de sadismo con el que se practicaban las sesiones de tortura y seguir ignorando a sus cómplices.
Abiertos los procesos de transición, se debían saldar deudas y recortar las prerrogativas militares. Era necesario pasar página aminorando costes en la institución militar. En los diálogos de la transición, las fuerzas armadas controlaron los tiempos y definieron las agendas. Salvo en Argentina, el problema de los derechos humanos fue tratado de forma lateral, haciendo abstracción de los crímenes de lesa humanidad cometidos. Para evitar caer en una condena política y social, y para salvaguardarse de recibir elevadas penas de cárcel o cadena perpetua, en Argentina se optó por crear una falsa guerra. Igual que en Chile el Plan Z, explicitado en la introducción de este ensayo, las fuerzas armadas recurrieron a la doctrina de los dos demonios. Ellos o nosotros. Salvar la civilización occidental del comunismo tenía un precio. No se les podía echar en cara cumplir su deber con celo y eficacia.
Las fuerzas armadas negociaron su salida. Las transiciones y los procesos de paz, fuesen en el Cono Sur o Centroamérica, pusieron en el orden del día leyes de amnistía para militares imputados de torturas, asesinatos y desapariciones. La fórmula se encontró en el concepto de «obediencia debida». Sirvió para dar carpetazo a las violaciones de los derechos humanos cometidos por oficiales, suboficiales y rangos subalternos.
En Uruguay se encontró una fórmula que dejó contento a la mayoría. La firma del Pacto del Club Naval en 1984 selló el retorno a la institucionalidad civil y dejó libre de polvo y paja a las fuerzas armadas de cualquier delito cometido en función de su deber. El coronel Caraballo, uno de los participantes del pacto, sentenciaba en el discurso oficial: «No tememos al futuro porque tenemos la conciencia tranquila de las medidas que se tuvieron que tomar y ejecutar, algunas difíciles de aceptar, fueron tomadas con el fin superior de la defensa de nuestra patria y tampoco vacilaremos en reiterarlas si la seguridad del país lo exige». La respuesta a tal muestra de vivir en la impunidad perpetua, correspondió al investido presidente Julio María Sanguinetti: «[…] si hubo amnistía para los dirigentes guerrilleros no estaría mal que también la hubiese para represores que también se habrían excedido en el cometido de sus funciones».
En el año 1986, con una nomenclatura rimbombante, el parlamento uruguayo aprueba por mayoría la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, exonerando definitivamente a los militares que hubiesen participado directa o indirectamente en la violación de derechos humanos durante los años de dictadura cívico-militar. En 1989, la presión popular obligó a realizar un referéndum para derogar la ley de impunidad. Los dos grandes partidos, Blanco y Colorado, unieron sus esfuerzos en la deshonrosa tarea de impedir tal acción. La petición fue derrotada por un escaso margen de votos. Los militares uruguayos podían estar tranquilos […]
Otra salida recurrente fue pactar la entrega de chivos expiatorios. Las fuerzas armadas debían sacrificar a los torturadores más señalados. Así evitaban caer en el bochorno de la impunidad y el descrédito. Lo han hecho a regañadientes, convencidas de haber traicionado a sus compañeros de armas. Sin embargo, con esta medida han puesto fuera de peligro la honra castrense, al fin y al cabo, que era lo que se protegía. En esta entrega «voluntaria», la transición fue benévola cuando no generosa; las nuevas autoridades políticas procedieron a llamar a retiro a generales, comandantes y militares implicados en delitos de sangre. Como premio, se les jubiló con el mayor rango posible que permitían las ordenanzas.
Las alianzas cívico-militares urdidas en las dictaduras cumplieron la tarea de lavar la cara a las fuerzas armadas. Las elites políticas, los empresarios y las burguesías que participaron y se enriquecieron, mientras los uniformados hacían el trabajo sucio, les devolvieron el favor, maniatando al poder judicial. Una clase política indigna aprobará con distintos nombres, las conocidas leyes de «Punto Final».
El regreso a los cuarteles se realiza sin grandes bajas. Consensuado en una agenda oculta, los tribunales militares tendrán prioridad para enjuiciar a sus correligionarios imputados de crímenes de lesa humanidad. La justicia civil se verá impotente para juzgar. La impunidad ha sido la norma sobra la cual se asentaron los procesos de transición: «En efecto, según nos demuestra la reiterada experiencia de las transiciones que siguen a las dictaduras militares, la impunidad total o parcial de los represores y de los más caracterizados golpistas suele constituir, desgraciadamente, parte del precio a pagar por la recuperación de la democracia.
Así ha sido, sin ir más lejos, en todos los países del Cono Sur. Más aún: hay que subrayar el hecho de que la Argentina es el país donde la impunidad ha sido menor: el país que más lejos ha llegado en el castigo a los culpables. Ni Chile, ni Uruguay, ni Paraguay, ni Brasil, lograron jamás en su regreso a la democracia, tras sus respectivas dictaduras militares, nada similar, ni mínimamente parecido a lo logrado por la Argentina en este terreno. […]. En Argentina, por el contrario, el informe «Nunca Más», prologado por el escritor Ernesto Sábato, dio muestra cabal de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante las juntas militares desde 1976. En este caso, han servido para detener, enjuiciar y condenar a los culpables. Es la excepción que confirma la regla.”
Roitman Rosenmann, Marcos, Tiempos de oscuridad. Historia de los golpes de Estado en América Latin, Akal, Madrid, 2013, pp. 109-112