LA REVOLUCIÓN IRANÍ Y EL FUNDAMENTALISMO ISLÁMICO


“[…] la revolución iraní de 1979 supuso una conmoción de enormes consecuencias. […] se asentaba en las doctrinas religiosas del islam, en concreto de su versión chií, enfrentada a las creencias mayoritarias del islam tradicional (el sunismo). Además, el éxito de la revolución daría lugar a movimientos similares en otros Estados, lo que provocó una creciente preocupación tanto en Occidente como entre los sectores más moderados del mundo islámico.

Ya en la década de 1970, en algunos Estados de mayoría musulmana se habían introducido normas legales inspiradas en las creencias religiosas, y que ponían de manifiesto la estrecha vinculación que el islam establece entre la religión y el Estado. De acuerdo con ella, la sharia o ley divina no sólo debe regular el culto o la moral de los fieles, sino también la vida social y política, desde el comercio hasta la vida familiar, la alimentación o el vestido.

Entre sus normas se encuentran la posición subordinada de la mujer al varón o las prohibiciones de comer carne de cerdo o beber alcohol; y sus castigos incluyen la lapidación en caso de infidelidad conyugal, o la amputación de una o ambas manos por robo. […]

Pero fue en Irán donde se impusieron con mayor rigor, como consecuencia de la revolución y del establecimiento de un poder teocrático que suponía una ruptura radical con la historia anterior del país.

De hecho, en los territorios del antiguo Imperio persa, convertidos en 1935 en el Estado de Irán, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial había comenzado un proceso de modernización, impulsado por el sha (emperador) Reza Pahlevi, aprovechando que Irán era en aquellos momentos el principal productor y exportador mundial de petróleo. Las medidas modernizadoras del sha —como la reforma agraria, el impulso a la industrialización o el desarrollo de la enseñanza— transformaron profundamente la sociedad iraní; en especial, dieron lugar a un notable crecimiento de la población y a una intensa emigración del campo a la ciudad, en busca de los nuevos puestos de trabajo. Pero los desequilibrios económicos se hicieron pronto visibles: la producción industrial no aumentaba al ritmo deseado, el abandono del campo obligaba a importar alimentos y la inflación se disparó tras la subida de los precios del petróleo a comienzos de los años setenta. De ahí que las clases medias tradicionales y los jóvenes emigrantes del campo encontraran cada vez mayores dificultades, lo que dio origen a fuertes protestas sociales, capitaneadas por grupos de la izquierda islámica (los Mujahidin del Pueblo) o laica (el Tudeh, partido comunista de Irán).

El régimen político impuesto por Reza Pahlevi era, además, duramente represivo y altamente corrupto. Esta actitud, unida a los intentos de occidentalización de la sociedad, dio lugar al enfrentamiento con las fuerzas religiosas tradicionales, cuyo líder, el ayatolá Ruhollah Jomeini, tuvo que abandonar el país en la década de 1970 y, desde su exilio en París, acabó reclamando el derrocamiento del sha y el establecimiento de una república islámica.

Sus partidarios, los comerciantes y artesanos del bazar y un amplio sector de los jóvenes de las clases populares, impulsaron y apoyaron las grandes movilizaciones huelguísticas de finales de 1978, y las manifestaciones multitudinarias de los primeros días de 1979 que obligaron finalmente al sha a abandonar el poder.

El 1 de febrero, Jomeini regresó de París, y fue recibido por multitudes enfervorizadas.

Dos meses después, el 1 de abril, tras la aprobación en un referéndum, se proclamó la República Islámica de Irán. Y en ese mismo año una Asamblea de Expertos redactó la nueva Constitución, en la que se establecía la supremacía de los «doctores de la ley» islámica y se otorgaban los máximos poderes al propio Jomeini, convertido en el líder máximo de la revolución.

[…] a mediados de la década de 1980 Jomeini y el sector religioso más tradicional eran ya dueños de la situación, y podían llevar sus principios islámicos a la práctica política.

Se impuso así un régimen teocrático inspirado en el Corán, en el que el Parlamento y el Gobierno estaban sometidos al control de la máxima autoridad religiosa: el Consejo de Vigilancia, compuesto por alfaquíes (sabios en la ley coránica), y el Guía Supremo, el ayatolá Jomeini. La imposición de la ley coránica en la vida diaria tuvo su reflejo más visible en la obligación de las mujeres de llevar el velo y el «vestido islámico completo», una norma de cuyo cumplimiento se hacían cargo los jóvenes de los comités revolucionarios, convertidos así en una especie de policía de las costumbres. La fatwa (sentencia de acuerdo con el derecho islámico) promulgada por Jomeini en febrero de 1989 condenando a muerte al escritor hindú Salman Rushdie, al considerar blasfemo su libro Versos Satánicos, fue el máximo reflejo de la intransigencia religiosa del poder revolucionario [...].

Desde los momentos iniciales, el triunfo revolucionario provocó el temor de las grandes potencias y de los estados de la región ante los posibles efectos desestabilizadores de la extensión del islamismo radical. En respuesta a esa amenaza, en septiembre de 1980 Sadam Hussein, presidente de Irak, lanzó un ataque por sorpresa en un amplio frente de la frontera con Irán, con el que pretendía destruir al régimen iraní y acabar con el peligro de exportación de la revolución. […] sus previsiones de una victoria rápida no se cumplieron. Cientos de miles de jóvenes iraníes, impulsados por la tradición chií del sacrificio y el martirio (la secta tiene sus raíces en el martirio del imán Hussein, a manos de los «usurpadores» omeyas, en el año 680), se alistaron como voluntarios, gracias a lo cual las tropas de Irán pudieron hacer frente a los ataques del ejército iraquí. Al final, después de ocho años de conflicto sin que ninguna de las partes consiguiera una victoria definitiva, la guerra acabó en agosto de 1988.

Aunque no triunfara en el terreno militar, la revolución iraní estimuló el desarrollo de otros movimientos similares. En 1981, el presidente egipcio Anuar el Sadat, partidario de la paz con Israel, fue asesinado por un grupo terrorista escindido de la más antigua organización islámica, los Hermanos Musulmanes; un año después, un levantamiento fundamentalista en Siria fue duramente reprimido por el presidente Assad. A lo largo de la década se consolidaron partidos fundamentalistas en países como Turquía, Pakistán, Sudán, Túnez o Líbano. En Afganistán, la instauración de un régimen comunista tras el golpe de Estado de 1978 provocó la reacción de las tribus y los partidos religiosos, que finalmente derrotaron a los comunistas en 1992. Por fin, en Argelia los disturbios sociales de 1988, protagonizados por estudiantes y jóvenes trabajadores, acabaron con el régimen de partido único y favorecieron el triunfo del Frente Islámico de Salvación (FIS), lo que a su vez provocó la intervención del Ejército en 1992. Los años noventa verían, por ello, una agudización de los conflictos derivados del auge del fundamentalismo, hasta desembocar en auténticas guerras civiles en los casos de Argelia o Afganistán”

Miguel Artola, M; Pérez Ledesma, M., Contemporánea. La historia desde 1776, Alianza Editorial, España, pp. 434-436

Entradas populares