LA MÍSTICA DE LA FEMINIDAD
“EL PROBLEMA QUE NO TIENE NOMBRE
El problema permaneció latente durante muchos años en la mente de las mujeres norteamericanas. Era una inquietud extraña, una sensación de disgusto, una ansiedad que ya se sentía en los Estados Unidos a mediados del siglo actual. Todas esposas luchaban contra ella. Cuando hacían las camas, iban a la compra, comían emparedados con sus hijos o los llevaban en coche al cine los días de asunto, incluso cuando descansaban por la noche al lado de sus maridad, se hacía, con temor esta pregunta: ¿esto es todo?
Durante más de quince años no se dijo una palabra sobre esta ansiedad entre millones de palabras que se escribieron acerca de la mujer en artículos de periódicos, libros y revistas especializados, cuyo objeto era sólo buscar la perfección de la mujer como esposa y madre. […]. Los especialistas en temas femeninos le explicaron la forma de atraer un hombre y conservarlo, cómo amamantar y vestir a un niño, cómo luchar contra las rebeldías de los adolescentes; como comprar una máquina lavaplatos, amasar el pan, guisar unos caracoles y construir una piscina con sus propias manos; como vestirse, mirar, ser más femenina y dar más atractivo a la vida conyugal; cómo prolongar lo más posible la vida de su marido y evitar que sus hijos lleguen a ser delincuentes. A la mujer se le enseñó a compadecer aquellas mujeres neuróticas, desgraciadas y carentes de feminidad que pretendían ser poetas, médicos y políticos. Aprendió que las mujeres verdaderamente femeninas no aspiran a seguir una carrera, a recibir una educación superior a obtener los derechos políticos, la independencia y las oportunidades por las que habían luchado las antiguas sufragistas. Algunas mujeres, entre los cuarenta a los cincuenta años, aún recordaban con pena su renuncia a aquellos sueños, pero la mayoría de las jóvenes ya no pensaban en ellos. Miles de voces autorizadas aplaudían su feminidad, su compostura, su nueva madurez. Todo lo que tenían que hacer era dedicarse desde su más temprana edad a encontrar marido y a tener criar hijos.
[…]
Ser ama de casa en un barrio residencial era el sueño dorado de todas las jóvenes norteamericanas y la envidia, se decía de las mujeres de todo el mundo. Las amas de casa norteamericanas, liberadas gracias a la ciencia y a los aparatos electrodomésticos de sus duras faenas, de los peligros del parto y de las enfermedades de sus abuelas, eran sanas, hermosas y bien preparadas; se ocupan sólo de sus maridos, de sus hijos y de sus casas. Habían encontrado la verdadera ocupación femenina. Como amas de casa y madres eran respetadas en la misma forma que lo eran sus maridos en su mundo. podían elegir libremente sus automóviles, sus trajes, sus aparatos electrodomésticos, sus supermercados; tenían todo lo que la mujer había señado siempre.
Quince años después de la Segunda Guerra Mundial, esta mística de la perfección femenina se convirtió en el centro de la cultura contemporánea norteamericana. Millones de mujeres vivieron sus vidas según la imagen que sugerían aquellas fotografías de las amas de casa norteamericanas despidiendo con besos a sus maridos desde la venta, conduciendo su furgoneta atestada de niños a la escuela y sonriendo mientras hacían funcionar su nueva encerados eléctrica sobre el inmaculado suelo de la cocina. […] No tenían ninguna opinión sobre los problemas no femeninos del mundo: deseaban que fuese el hombre el que tomara las decisiones importantes. Se glorificaban de su papel de mujeres y escribían orgullosamente en la hoja de empadronamientos: “profesión, ama de casa”
Durante más de quince años la literatura destinada a las mujeres, los temas de conversación de las amas de casa, mientras sus maridos sentados en el extremo opuesto de la habitación hablaban de sus negocios de la política y de fosas sépticas, giraban en torno a los problemas de sus hijos, al modo de hacer felices a sus maridos, de mejorar la educación de los niños, de cómo solucionar la escasez de servicios, o de la manera de asar un pollo o hacer fundas para los muebles. Nadie discutía si la mujer era superior o inferior al hombre; simplemente, eran diferentes. Palabras como “emancipación” y "carrera”, sonaban de forma extraña y embarazosa; nadie les había utilizado durante muchos años. Cuando una escritora francesa llamada Simone de Beauvoir publicó un libro titulado “El segundo sexo”, un crítico norteamericano opinó que era evidente que aquella mujer “no sabía lo que era la vida”. Además, se trataba de la mujer francesa: el “problema de la mujer” en los Estados Unidos ya no existía.
[…]
Pero una mañana de abril de 1959 oí decir a una madre de cuatro hijos, cuando estaba tomando café en compañía de otras cuatro madres […] en un tono de desesperación “El problema”. Y las otras cuatro sabían que no estaban hablando de un problema relacionado con su marido, sus hijos o sus casas. Súbitamente se dieron cuenta de que todas tenían el mismo problema, el problema que no tenía nombre. Comenzaron, con cierta vacilación, a hablar de él. Más tarde, después de haber ido a recoger a sus hijos a la guardería infantil, de haberlo llevado a casa y de acostarlos, dos de ellas, al darse por fin cuenta de su soledad, tuvieron una crisis nerviosa.
Poco a poco llegué a comprender que el problema que no tenía nombre era compartido por innumerables mujeres de los Estados Unidos […]
¿En qué consistía exactamente este problema que no tiene nombre? ¿Cuáles eran las palabras que empelaban las mujeres cuando intentaban expresarlo? Algunas veces, una mujer lo describiría así: “me encuentro vacía… en cierto modo incompleta”. O “me parece como si no existiese”
Unas veces lograr eliminar esta sensación con un tranquilizante. Otras pensaban que el problema era originado por su marido o por sus hijos, o que lo que realmente necesitaba era volver a decorar la casa, mudarse de barrio, adquirir un determinado aparato doméstico o tener otor hijo. A veces acudía al miedo quejándose de vagos síntomas que apenas podía explicar: “Un sentimiento de cansancio… me enfado tanto con los niños que me asusto… siento ganas de gritar sin ningún motivo (un doctor de Cleveland lo llamó “síndrome del ama de casa”).”
Friedan, Betty, La mística de la feminidad, Sagitario, Barcelona, 1965, pp. 29-35