CAMBIOS SOCIALES Y CULTURALES DE LOS AÑOS SESENTA


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[…] Los cambios sociales y culturales que marcaron la década de los sesenta responden a factores históricos fácilmente identificables. El primero de ellos, el notable rejuvenecimiento de la población occidental a raíz del «baby boom» de la posguerra. Este hecho resultó especialmente importante en Estados Unidos, donde el número de nacimientos en 1946 superó en un 20% los registrados el año anterior. Entre 1946 y 1959, hubo una media anual, como mínimo, de 24 nacimientos por mil habitantes, frente a los 18 ó 19 de los años de la depresión. Como consecuencia de ello, en 1964 dos quintas partes de la población de Estados Unidos había nacido después de 1946, o, dicho de otra forma, tenía menos de dieciocho años (Patterson, 1998, 168)

Aunque con menor intensidad, los países de Europa occidental habían experimentado el mismo fenómeno, cuyas causas hay que buscar en un conjunto de circunstancias típicas de la posguerra mundial: la necesidad de llenar el vacío demográfico dejado por la guerra, el dinamismo generado por la reconstrucción de los países devastados, el rápido crecimiento económico y, en general, el doble optimismo al que dio lugar el fin de la guerra y el fin de la depresión económica. Todavía podrían añadirse los avances médicos introducidos durante la guerra y la generalización de la sanidad pública gracias al nuevo Estado de bienestar. Esta conjunción de factores favorables dio como resultado lo que el economista J. K. Galbraith definió en 1958, en un libro ya citado, como la sociedad de la abundancia («The Affluent Society).

Abundancia relativa, en todo caso, si se tiene en cuenta que, según M. Harrington, autor de un libro de gran impacto («The Other America, 1962), en Estados Unidos había por entonces en torno a cincuenta millones de pobres.

Con la década de los sesenta, los “boomers” alcanzaron la juventud, y, por tanto, la edad de votar, de ir a la Universidad y de hacer el servicio militar —en el caso de Estados Unidos, con muchas posibilidades de acabar en Vietnam—. Pocas veces se ha producido un cambio generacional tan brusco, no sólo por el peso demográfico que los jóvenes empezaban a tener en la sociedad, sino también por el profundo abismo existente entre las vivencias de los nacidos en la posguerra, acostumbrados al consumismo, al pleno empleo y a un nivel de bienestar social nunca antes conocido, y los padecimientos de las dos generaciones anteriores, marcadas por la experiencia de la recesión y la guerra, y que sentían como fruto de su propio esfuerzo el bienestar de las nuevas generaciones. El choque generacional se tradujo en el cuestionamiento por los jóvenes de la moral dominante y de los poderes establecidos. Algunas instituciones se vieron muy pronto desbordadas por una realidad para la que no estaban preparadas. La Universidad es el caso más representativo, porque la masificación universitaria de los años sesenta fue una de las consecuencias directas tanto del «baby boom» de la posguerra como del Estado de bienestar y del aumento del nivel de vida de las clases medias y bajas […]

En los principales países occidentales, las propias instituciones políticas estaban al principio de la década en manos de personas nacidas a finales del siglo XIX: Eisenhower, presidente de Estados Unidos hasta 1961, había nacido en 1890, lo mismo que De Gaulle, presidente de la República Francesa hasta 1969; Adenauer, canciller de la República Federal Alemana hasta 1963, en 1876, y el británico Harold MacMillan, el más joven de los cuatro, tenía setenta años cuando dejó el cargo de «premier» en 1964. 

El triunfo electoral de John F. Kennedy en 1960 se interpretó, en parte, como un premio a su juventud —tenía cuarenta y tres años— y a su capacidad para conectar con las nuevas generaciones. Su asesinato tres años después y el acceso a la presidencia de Lyndon B. Johnson, de cincuenta y cinco años, puso fin al relevo generacional y al cambio de imagen y estilo que había encarnado el presidente Kennedy en su breve mandato. En todo caso, la política de Johnson se puede considerar como una prolongación de la de su predecesor, aunque sin el carisma y la jovialidad de Kennedy. Hubo continuidad en la política exterior norteamericana, y también en el desarrollo de una ambiciosa política interior cifrada en la lucha contra la segregación racial («Civil Rights» de 1964 y 1965), apertura de las fronteras a la inmigración y apoyo a la enseñanza pública y a la seguridad social, que vieron multiplicarse por cinco y por tres sus presupuestos federales en cuatro años.

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Pero la televisión tuvo a lo largo de la década un papel ambivalente en sus relaciones con el poder y la sociedad. Si puede decirse que aupó a Kennedy a la presidencia de Estados Unidos, también se podría afirmar que arruinó la carrera de Johnson con las imágenes emitidas a diario sobre la Guerra de Vietnam. La televisión, en todo caso, resultó fundamental en la difusión de la crítica al orden establecido por parte de los nuevos movimientos contestatarios de carácter juvenil, vertebrados en torno al rechazo de toda autoridad —estado, ejército, familia— y a la defensa de una alternativa global al sistema. Más que como una ideología elaborada, esa alternativa solía formularse en forma de una nueva iconografía en la que latía una confusa, pero eficaz, voluntad de transgresión de la moral dominante: iconos revolucionarios, como Mao Tse-tung o Che Guevara, junto a mitos eróticos, como Marilyn Monroe; utopías «naïfs» como las comunas hippies o la película «Yellow Submarine» de los Beatles; apóstoles del mestizaje racial y musical, como Jimmy Hendrix; símbolos del éxito deportivo y del orgullo nacional, como los atletas negros del equipo americano John Carlos y Tommy Smith, medalla de oro y de bronce en la prueba de 200 metros en las Olimpiadas de 1968, convertidos en propagandistas del «black power» al responder al himno nacional levantando el puño enguantado. Naturalmente, la televisión también estaba allí. Toda la cultura de los sesenta —incluida la contracultura— está plagada de elementos iconográficos que, divulgados y amplificados por los media, acababan eclipsando aquello que pretendían representar. El «pop art» típico de la década será la principal versión pictórica de ese juego transgresor, capaz de transformar en obras de arte, según la valoración de la crítica y del mercado, los objetos y las imágenes más triviales de la vida cotidiana o de incorporar al arte lenguajes plásticos característicos de la sociedad de consumo y de las nuevas generaciones, como la publicidad y el cómic. La imagen —como dijo MacLuhan de la televisión («Gutenberg Galaxy», 1962) — era el mensaje. Así lo entendió, no sin cierta frustración, una de las personas que mejor encarnó el espíritu de revuelta de los años sesenta: la activista norteamericana Angela Davis. Muchos años después reconoció la mezcla de sorpresa e irritación con que vivió el impacto social que provocó su célebre peinado «afro», convertido en un símbolo en sí mismo, capaz de trascender —o simplemente de sintetizar— sus múltiples identidades: joven, negra, mujer y militante comunista. En cuanto la policía empezó a difundir aquella fotografía, Angela Davis fue consciente, según sus propias palabras, «del poder invasor y transformador de la cámara» y de su capacidad para convertir una imagen en ideología, y viceversa; con una virtud añadida que daba una fuerza incontenible a su imagen: el sentido polisémico de aquel nuevo icono, en el que unos vieron el vivo retrato de un «monstruo comunista» y otros una «revolucionaria carismática y arrolladora, dispuesta a liderar la lucha de las masas» (Davis, 1998, 23).

En realidad, muchos de los ingredientes de la contracultura de los sesenta estaban ya presentes en la década anterior, aunque como fenómenos minoritarios o marginales: el movimiento «beatnik», el arte pop, el existencialismo, por no hablar de viejas tradiciones ligadas a la izquierda radical, como el anarquismo, el pacifismo, el feminismo o la lucha contra la segregación racial. En todo caso, los efectos fulminantes que la combinación de estas influencias tuvo en el particular contexto de los años sesenta —distensión, Guerra de Vietnam, ruptura generacional— serian incomprensibles sin tener en cuenta el papel que la revolución sexual desempeñó como catalizador de un gran cambio en el sistema de valores y en la vida cotidiana. La liberalización de las relaciones sexuales fue consecuencia de múltiples factores, entre los que sin duda sobresale la mayor disponibilidad de medios anticonceptivos, como la píldora, inventada en 1960, pero también el rechazo por parte de las nuevas generaciones de los valores e instituciones vigentes, como el puritanismo, el orden patriarcal y la familia”

 Fuentes, Juan Fco.; La Parra López, Emilio, Historia Universal del siglo XX. De la Primera Guerra Mundial al ataque de las Torres Gemelas, Epublibre, 2013pp. 419-424

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