LA VISIÓN NORTEAMERICANA DEL ORDEN DE POSGUERRA
Estados Unidos superó el desastre de la Segunda Guerra Mundial con pérdidas relativamente moderadas. Aunque unos 400.000 soldados norteamericanos murieron en la lucha contra las potencias del Eje, el 75% aproximadamente en el campo de batalla, conviene subrayar que esa cifra representó solamente el 1% del número total de víctimas mortales de la guerra y menos del 2% de la pérdida de vidas humanas sufrida por la Unión Soviética. Para la mayoría de los ciudadanos estadounidenses, a diferencia de lo que ocurrió en Europa, Oriente, África del Norte y otros lugares, la guerra no significó sufrimiento y privaciones, sino prosperidad e, incluso, abundancia. El producto interior bruto del país se duplicó entre 1941 y 1945, ofreciendo las ventajas de una economía extremadamente productiva y de pleno empleo a una ciudadanía acostumbrada a las privaciones impuestas por una década de depresión. Los salarios subieron espectacularmente durante los años que duró la contienda y los norteamericanos se encontraron disfrutando de la abundancia de unos bienes de consumo que ahora estaban a su alcance. «El pueblo americano -observó el director de la Oficina de Movilización y Reconversión- se enfrenta al agradable dilema de tener que aprender a llevar una vida un cincuenta por ciento mejor de la que ha conocido hasta ahora.»
En marzo de 1945, el nuevo presidente, Harry S. Traman, simplemente expresó lo evidente al comentar: «Hemos surgido de esta guerra como la nación más poderosa del mundo, la nación más poderosa, quizá, de toda la historia», Y sin embargo, ni los beneficios económicos que la guerra había proporcionado a los norteamericanos, ni el poder militar, ni la capacidad productiva, ni el prestigio internacional creciente que había alcanzado la nación durante su lucha contra la agresión del Eje podían atenuar la aterradora inseguridad que caracterizaba al mundo originado por la guerra. El ataque japonés a Pearl Harbor había destruido definitivamente la ilusión de invulnerabilidad que los norteamericanos habían experimentado desde el fin de las guerras napoleónicas a comienzos del siglo XIX.
La obsesión por la seguridad nacional, que se convertiría en el principal motor de la política exterior y de defensa a lo largo de toda la Guerra Fría, tuvo su origen en los acontecimientos que culminaron en el ataque del 7 de diciembre de 1941, y que acabó con el mito de la indestructibilidad de la nación, Los norteamericanos no volverían a experimentar un ataque a su país tan directo e inesperado hasta sesenta años después, con los atentados terroristas de Washington y Nueva York. .
Los estrategas militares estadounidenses aprendieron varias lecciones del audaz ataque japonés […]. Se convencieron, en primer lugar, de que la tecnología, y en especial el poder de la aviación, había contraído el mundo de tal forma que la tan cacareada barrera de los dos océanos ya no proporcionaba a Norteamérica suficiente protección ante un ataque exterior. Una auténtica seguridad exigía ahora una defensa que comenzaba mucho más allá de las costas del país, es decir, utilizando la fórmula militar, «una defensa en profundidad». Ese concepto llevó a los responsables de Defensa de los gobiernos de Roosevelt y de Truman a abogar por el establecimiento de una red global integrada de bases aéreas y navales controladas por Estados Unidos y por la negociación de derechos generalizados de tráfico aéreo militar. […]. Una lista de emplazamientos «esenciales» compilada por el Departamento de Estado en 1946 da una idea aproximada de la amplitud de sus exigencias con respecto a bases militares estadounidenses. La lista incluía, entre otros lugares, Birmania, Canadá, las islas Fiji, Nueva Zelanda, Cuba, Groenlandia, Ecuador, Marruecos Francés, Senegal, Islandia, Liberia, Panamá, Perú y las Azores.
En segundo lugar, y en un sentido general, los estrategas norteamericanos decidieron que nunca más debería volver a permitirse que el poder militar de la nación llegara a atrofiarse. La fuerza militar de Estados Unidos, acordaron, debía ser un elemento esencial del nuevo orden mundial. Los gobiernos de Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman insistieron, pues, en mantener unas fuerzas navales y aéreas superiores a las de cualquier otra nación, además de una fuerte presencia militar en el Pacífico, el dominio del hemisferio occidental, un papel central en la ocupación de los países enemigos derrotados -Italia, Alemania, Austria y Japón- y un monopolio continuado de la bomba atómica. Incluso antes del comienzo de la Guerra Fría, los responsables de la planificación estratégica de Estados Unidos operaban a partir de un concepto extraordinariamente expansivo de la seguridad nacional.
Una tercera lección que los líderes norteamericanos aprendieron de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial vino a reforzar esta amplia visión de los requisitos de la seguridad nacional: nunca jamás habrían de permitir que una nación hostil, o una coalición de naciones hostiles, adquiriera un control preponderante sobre la población, el territorio y los recursos de Europa y del este de Asia. […]”
FUENTE: R. MacMahon, La Guerra Fría. Una breve introducción, Alianza Editorial, Madrid, 2009, pp. 18-22