BRÉZHNEV, PRAGA Y EL FIN DEL COMUNISMO
“Leonid Brézhnev no tenía la talla política ni intelectual de sus predecesores en el poder. Los nuevos dirigentes, a los que se sumaron hombres como Kosygin y Podgorni, querían llegar a acuerdos con Estados Unidos y abandonar las batallas a escala mundial en que se había implicado Jrushchov. Sufrieron con paciencia el desastre que significaba el triunfo de Suharto en Indonesia (donde el golpe militar de 1965 desembocó en un auténtico genocidio de comunistas y simpatizantes), así como la defección de Sadat, el sucesor de Nasser en Egipto, que rompió con los soviéticos, a los que tanto debía, para establecer relaciones con los norteamericanos (la reacción de Chernyaev, un joven dirigente soviético, fue: «suerte que nos hemos desembarazado del Oriente próximo»).
Como convenía disminuir la ayuda económica que se prestaba a los países del este de Europa, se autorizó a János Kádár para que introdujese reformas en la economía húngara, donde empezaron a admitirse determinadas actividades privadas. Sin embargo los efectos de estas reformas favorecieron desigualmente a los diversos componentes de la sociedad, muy poco a los obreros, y en marzo se podían ver en Hungría manifestaciones de estudiantes «con inscripciones nacionalistas y antisoviéticas».
Los mayores problemas se produjeron, sin embargo, en Checoslovaquia, donde las reformas pretendieron ir más allá de lo estrictamente económico, desarrollando un clima de cambios dentro del sistema, con la aspiración de crear un socialismo en que la propiedad colectiva de los medios de producción (en una economía reformada, con cierta participación de elementos de mercado) fuese compatible con una política mucho más democrática y pluralista.
Al frente de este proceso estaba Alexander Dubček, secretario del Partido comunista eslovaco, un hombre de cuarenta y seis años que había pasado su infancia en la URSS y se había formado en la escuela superior del partido en Moscú. La alarma de los dirigentes soviéticos se acentuó a partir de la progresiva supresión de la censura y de la tolerancia de unas discusiones políticas en que se proponía el restablecimiento de los partidos de antes del golpe de 1948.
El 23 de marzo se celebró en Dresde una reunión de los checos con los dirigentes de cinco partidos comunistas de otros países, en que los ataques a las reformas fueron generales. Dubček se esforzó en tranquilizarles, minimizando el alcance de la situación, pero forzado también por el hecho de que desde Checoslovaquia se le pedía que resistiese a estas presiones. Quería ganar tiempo porque esperaba que cuando el llamado «Plan de acción», el programa de la «ruta checoslovaca al socialismo», saliese adelante, se demostraría que las reformas tenían una amplia aceptación popular y que no amenazaban en absoluto a la comunidad socialista.
Cuando finalmente se aprobó este plan, a comienzos de abril de 1968, con su contenido de reformas económicas y de promesas de democratización, crecieron a un tiempo el malestar de los soviéticos y de sus satélites, y el entusiasmo de una población checa que pedía todavía más reformas. Se restableció la libertad religiosa y se dio un paso tan importante como el de decidir que el gobierno fuese responsable ante la Asamblea nacional, y no ante el partido. Brézhnev se convenció entonces de que lo que estaba sucediendo «no era ya un asunto interno».
El 15 de julio los dirigentes de los partidos comunistas de Bulgaria, Hungría, la República democrática alemana, Polonia y la URSS enviaron a los checos una «Carta de Varsovia» en que se manifestaban gravemente preocupados por los acontecimientos en su país. Estaban, al propio tiempo, preparando el Plan Danubio para realizar una intervención militar en gran escala. En la noche del 20 al 21 de agosto de 1968 veinte divisiones de los países del Pacto de Varsovia cruzaron la frontera y aplastaron el movimiento checo sin lucha. Dubček y otros dirigentes fueron arrestados por las tropas invasoras y enviados a la Unión Soviética, donde el 23 de agosto se les obligó a firmar el Protocolo de Moscú, por el que se comprometían a aceptar las exigencias de sus invasores.
Se ponía así en acción la llamada «doctrina Brézhnev» de soberanía limitada, que sostenía que cuando fuerzas hostiles al socialismo amenazasen derribar el régimen de un país socialista y dar marcha atrás hacia el capitalismo, el asunto no debía concernir solamente al país afectado, sino al conjunto de los países del campo del socialismo. Esta advertencia se dirigía también a Occidente, para que entendiese que lo de Checoslovaquia era un asunto interno del campo socialista y no formaba parte de una confrontación entre los dos bandos de la guerra fría. Y, en efecto, estos acontecimientos no impidieron que prosiguiera el proceso de distensión entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
Lo que se había demostrado era que el sistema del «socialismo realmente existente» era incapaz de aceptar este tipo de reformas democratizadoras, que pretendían recuperar los valores con que se había puesto en marcha el proyecto de las democracias populares al término de la Segunda guerra mundial. Los efectos se dejaron sentir en muchas partes. En Polonia el endurecimiento político de Gomułka vino a combinarse con el malestar producido por el fracaso económico. En diciembre de 1970 el aumento de los precios de los alimentos produjo una serie de choques con los trabajadores de las atarazanas de Gdansk, que fueron reprimidos a sangre y fuego. Gomułka fue entonces reemplazado por Edward Gierek. En la Europa occidental, las ilusiones acerca de la posibilidad de un socialismo democrático se fueron desvaneciendo a partir de este momento, y ello tuvo graves consecuencias en el seno de los partidos comunistas de estos países.”
Fontana, Josep, El siglo de la revolución. Una historia del mundo desde 1914, Editorial Crítica, España, 2017, pp. 459-461
